Para David Cortés
“¿Les gusta la bohemia?”, nos preguntó José Agustín, de pie frente a nosotros, con la bolsa del mandado cargada de envases, listo para ir por las chelas. Hacía un calor desgraciado, a nosotros el viaje nos tenía sedientos y claro, sí que nos gustaba la bohemia y por supuesto que queríamos bebernos una, o dos o tres; pero, ¿José Agustín iba a ir por ellas, por las chelas? Así lo parecía. El anfitrión estaba en su papel, con dinero en el bolsillo y unos cuantos cascos embolsados. Intentamos convencerlo de que no fuera a la miscelánea -“cómo vas a ir tú”, le dije mientras jalaba hacia mí la bolsa que impresa traía la leyenda de despachar la mejor carne de cerdo del rumbo-, pero José no cedía: quería ir él.
Quizá no todos los que leen este texto lo notaron, pero revisen bien: al mismísimo José Agustín yo le hablé de tú en esa ocasión, tal como escribí renglones arriba. Y esto tuvo lugar apenas estreché su mano por primera vez, porque sí, ese día lo conocí cara a cara, en su propia casa. Y lo subrayo porque es importante: a José Agustín lo conocí hablándole de tú. ¿Por qué el atrevimiento?, se preguntarán. Más bien, ¿por qué no atreverse?, ¿por qué chingados no? Es decir, ¿podía ser de otra forma? Finalmente lo trataba desde hacía décadas, lo leía desde hacía mucho tiempo y me parecía de lo más natural dirigirme a él como un camarada. “No, yo voy, de verdad yo voy. La tienda está aquí, bien cerca”, nos explicaba el escritor con el dedo apuntando hacia su portón. Parecía un hombre de decisiones firmes, era inútil pretender detenerlo. De hecho, ya se alejaba, pasando al lado de la alberca azulosa que a unos pasos de nosotros reflejaba el poderoso sol de Cuautla. “No te tardes”, le pedimos.
Viajamos desde el entonces llamado DF hasta la casa del autor de La tumba con tal de entregarle un libro. Esa era nuestra misión, clara e impostergable. Así que traíamos entre manos un puñado de hojas y en las tripas una sopa de medula que nos jambamos en la carretera; además, nuestras entrañas contenían la emoción adolescente de conocer a uno de los escritores que definieron nuestra vocación. Cuando dimos con su calle y número, éste nos recibió muy cordial, amabilísimo y sonriente, invitándonos a tomar asiento en un comedor al aire libre que, contó, solía usar para desayunar. Bajo la sombra, lo que hicimos inmediatamente fue hablar del clima. Sí, del vulgar clima. Pudimos ir directo a la médula –tal como hicimos a cucharadas en la autopista- e indagar sin afeites qué onda con la literatura mexicana; pero, como si frente a la vecina del edificio estuviéramos, decidimos hablar de nubes y vientos, de lluvias y calores. Y justamente al ahondar sobre la temperatura fue que a nuestro anfitrión le llegó la certeza de que el día estaba bueno para unas cheves.
Ts. Ts. Ts. Al llegar de la calle, José destapó tres cervezas. Clanc. Brindamos. Al mismo tiempo, de las bocinas que apuntaban hacia el jardín que nos rodeaba salía la música de, de… ¿eran The Flying Burrito Brothers o los carnales Allman? No lo tengo claro. La cosa es que el volumen era discreto, tanto que el silbido de las aves que cruzaban el cielo opacaba las canciones. Fresco, cómodo, desde donde yo me encontraba podía ver la colección de discos que dentro de la casa había. Sólo nos separaba una pared de vidrio. Centenas de lomos de centenas de colores, todos ilegibles. Inalcanzables. ¿Cómo decirle a su dueño que tenía ganas de echar un vistazo?, ¿cómo jalar mi silla con discreción y de dos zancadas colosales llegar hasta esos estantes para hundir la nariz? Salud; sí, salud. Más sorbos. Agustín nos platicaba cómo adquirió esa residencia tan chula, cuándo y cómo se la compró a su padre, y también detallaba las modificaciones que le hizo y los vicios que el inmueble presentaba. Firmas, licenciados, arquitectos, plusvalía, gentrificación; saltaban muchos temas, todos aburridos. Y yo pensando en la alberca, viéndola de reojo, aquilatando cuántos personajes célebres metieron los pies ahí, cuántas chicas desanudaron su brasier en esas aguas. Cuántas historias se formaron con el olor a cloro, pisando esos mosaicos azules.
-¿Otra cheve?
-Nos la echamos, cómo no.
A codazos mentales hice de lado los discos y me concentré en las páginas firmadas por el novelista. Tantas hojas me arrojaban preguntas que me rondaban el coco inclementes, fastidiosas como moscas. ¿Cómo fue que el autor moldeó, a punta de martillazos, la personalidad fantoche de Gabriel (La tumba), los impulsos salvajes de Eligio (Ciudades desiertas) y el ansía por desvanecerse de Onelio (Vida con mi viuda)? ¿De verdad se caía de buena la exquisita Reina del Metro y en serio Lucrecia Borges era un monstruo arrugado, orejudo y apestoso? Pero el de la casa ignoraba mis dudas, estaba en lo suyo: descubrir que las cervezas se habían acabado para dirigirse hacia el refri con la esperanza de encontrar más, cosa que conseguiría. Al volver con un trío de nochebuenas que escurrían gordas gotas frías de sus paredes, giramos las corcholatas al mismo tiempo para decir ahhh de nuevo y limpiarnos con las lenguas las comisuras. Lenguas, lenguas. ¿Cuál será su rolling stone favorito?, pensaba yo; ¿y su tema consentido de Dylan, de Rockdrigo? Qué calor hacía, hombre. Y nosotros tan relajados, tan inmunes a su efecto. Esa no era vida, sino vidaza.
Qué idiota eres, ¿por qué no te trajiste la grabadora?, meditaba entre tragos. Porque pude haberla escondido para hacer una entrevista reveladora (y luego armar un texto; uno mejor que esta basura, naturalmente). A ver, José, platícame: ¿qué tanto te metías con José Revueltas tras hacer la fajina en Lecumberri?, ¿le cantaste algún jaque a Juan José Arreola?, ¿cuál fue la farra más cutre que cogiste con tu compinche de correrías, Parménides García Saldaña?; por favor, explica: ¿es la luz interna o la externa la que ilumina la pelusa que alberga el ombligo del tepozteco? Y lo más importante de todo, José, no le des vueltas y suelta: ¿qué transa con Angélica María? Sin embargo, mi cuestionario privado se vio interrumpido de pronto. Mi amigo detuvo mis cavilaciones de tajo al decir: “Pues mira, José, te traemos este libro cuyo contenido coordinamos. Te lo obsequiamos en nombre de todos los autores que gentilmente en él metieron las manos. Esperamos que te guste”. Cierto, a eso íbamos, a darle un libro. Ese libro precisamente, ese trabajo que el ondero tomó emocionado para de inmediato ojearlo y hojearlo. “A todo dar. Gracias por venir hasta acá. ¿Me lo firman?”. ¿Qué dices?, ¿me lo firman? Mi amigo y yo nos miramos extrañados. ¿Qué se lo firmáramos, nosotros? Vaya, ese sí que era un gran, gran disparate. Que él fuera por las chelas, bueno, era hasta cierto punto comprensible; ¿pero que nosotros le firmáramos un libro?, ¿a Él?
Sin embargo, tal como ocurrió cuando llegamos y el de los anteojos se aferró a ir por las bohemias, no hubo modo de llevarle la contraria con el asunto de las rúbricas pues ya había sacado una pluma de su camisa para quitarle el sombrero y extendérnosla campechano, sin dejar de silbar la tonada que de las bocinas escapaba. “No mames, es para José Agustín”, me dije cuando llegó mi turno de rayar la primera página de la obra. Y con trémulo pulso formé unas cuatro o cinco palabras que hicieron un enunciado. ¿Qué escribí? No recuerdo. Alguna estupidez, seguramente. A la fecha no tengo definido qué fue lo que hice. Lo que sí sé es que después de esa escena mi amigo y yo nos fuimos de ahí. Así fue. José Agustín nos despidió con un abrazo franco y apretado y nos perdimos cruzando la alberca, el frondoso jardín y el portón de acero. Nos esperaba un Chevy rojo oscuro como la sangre y un disco de Mark Lanegan para escuchar a tope, de vuelta a casa.
“Qué experiencia, ¿no?”, me dijo el del volante al meter la cuarta para agarrar el carril rápido de la carretera. Y yo asentí mientras mi mano izquierda llevaba la perilla de volumen del autoestéreo a visitar sus números más altos. Al llegar a la ciudad chocaríamos los puños y cada quien agarraría la bohemia en su caverna, con otros, y, con tantita suerte a su favor, viviría una nochebuena bien merecida. See, andábamos tendidos en esa época. Tragando kilómetros veloces, sin saber que nuestras vidas, tal como las conocíamos, estaban a punto de venirse abajo.